Los orígenes de la conservación de la naturaleza en España

Hace ya más de un siglo, el 8 de diciembre de 1916, que la primera ley de parques nacionales de España vio la luz. Por ello es frecuente considerar esta fecha emblemática como el punto de partida para la conservación en España. Dicha norma introdujo, por primera vez, en nuestro ordenamiento jurídico el concepto de “parque”, concretamente la figura de parque nacional, y así, en 1918 se declararon los dos primeros parques nacionales españoles, la montaña de Covadonga y el valle de Ordesa.

La montaña de Covadonga (22 de julio de 1918), a caballo entre Asturias y León, incluía parte del valle leonés de Valdeón, constituyendo así el primer espacio protegido declarado como tal en tierras castellano-leonesas. La Ley de 1916 definía los parques como “los lugares o parajes excepcionalmente pintorescos, boscosos o escabrosos del territorio nacional, que el estado consagra declarándolos así, con el exclusivo objeto de favorecer su accesibilidad por vías de comunicación adecuadas, y de respetar y hacer que se respete la belleza natural de sus paisajes, la riqueza de su fauna y flora y las particularidades geológicas e hidrológicas que contenga, evitando, con la mejor eficacia, cualquier acto de destrucción, deterioro o desfiguración por la mano del hombre”. Pocos años antes, en 1872, había sido declarado el primer parque nacional del mundo, Yellowstone, en Estados Unidos. Acababan de sentarse las bases y establecerse los criterios del modelo clásico de protección de espacios naturales.

Pero la realidad es que en nuestro país, y por ende en Castilla y León, ya mucho antes, habían existido diversos precedentes que tenían por objeto la protección de la naturaleza. Un sin número de normas, leyes, ordenanzas, acuerdos y concordias han intentado, a lo largo de siglos, regular la presión humana sobre los recursos naturales, bien de modo genérico o, más comúnmente, estableciendo  medidas diferenciadas para las distintas áreas del territorio y, en todo caso, con un resultado desigual. Sirvan de ejemplo las referencias que se hacen en las Ordenanzas de Piedrahita (Ávila) de 1509 a los intentos de evitar un problema ya antiguo y que, por desgracia, sigue constituyendo la mayor amenaza en la actualidad, los incendios forestales: 


“e cualquiera que en todo el año quemase escobar alguno o pinar o otro monte cualquiera de los de la terra, aya de pena dos mill maravedies de pena”.


Amanecer en el bosque mediterráneo de la Sierra de Las Batuecas (Salamanca).

O la abundante documentación que existe, especialmente desde la época medieval para salvaguardar los montes. En el lapso de unos tres siglos, tras la reorganización política, social y económica que acompaña y sucede a la reconquista, la presión sobre los recursos naturales en el entorno de villas y ciudades es tan grande que obliga a redactar férreas normas para controlar su uso. Se asiste, entonces, a una profusión de ordenanzas, siendo las más famosas las de villa y tierra, entre las que cabe citar las de Ávila (1485), Cuéllar (1492), Burgos (1497), Segovia (1514), Íscar (1538), Valladolid (1549), Riaza (1572) o Béjar (1577).


En las comarcas de montaña de Castilla y León, los pastos eran el recurso forestal más apreciado, siendo frecuentes los conflictos surgidos de su aprovechamiento ganadero, y no faltan, tampoco, las referencias al aprovechamiento de leñas como insustituible fuente de calor, a la bellota para el sustento de los ganados de cerda y a la madera para la construcción en el caso de los extensos pinares del centro de la meseta. En ocasiones, se dictaban normas específicas para salvaguardar determinado bosque o dehesa: por ejemplo, las dispuestas en 1511 por el Duque de Alburquerque, señor de Cuéllar, para su monte «La Serreta», preservado hasta nuestros días como singular espacio forestal de la comarca.


Esta preocupación por el monte continúa con los Austrias, como lo ponen de manifiesto las palabras que Felipe II dirige al presidente del Consejo de Castilla (1582): 


Una cosa deseo ver acabada de tratar, y es lo que toca a la conservación de los bosques y aumento de ellos, que es mucho menester y creo que andan muy al cabo; temo que los que vinieren después de nosotros han de tener mucha queja de que se los dejemos consumidos, y plegue a Dios que no lo veamos en nuestros días.”


Estampa otoñal en los bosques cantábricos de Picos de Europa (León).

En el siglo XVIII, los políticos ilustrados ahondan en su preocupación por la escasez de arbolado y la necesidad de recuperarlo, tal y como lo indica la “Real Ordenanza para el aumento y conservación de montes y plantíos” de 7 de diciembre de 1748. 

Pero la realidad es que estas normas no alcanzaron mucha aplicación ni éxito, y por el contrario, el liberalismo del siglo XIX supuso una terrible amenaza para las arboledas que aún persistían, a través de las leyes desamortizadoras que se pusieron en marcha, Ley Mendizábal (1836) que se centró en los bienes de las comunidades religiosas y Ley Madoz (1855) que obligaba a la venta forzosa de muchos montes comunales. Frente a este afán desamortizador, el convencimiento del recién creado cuerpo de ingenieros de montes (1853) de que era necesario proteger la naturaleza, le llevó a elaborar un informe en 1855 para excluir de tal proceso a determinados tipos de bosques. Posteriormente, abordaron la clasificación de montes públicos exceptuados, que en Castilla y León supuso la protección de 5.662 montes con 1.617.239ha. Estos trabajos cristalizarían con la creación, en 1901, del Catálogo de los Montes de Utilidad Pública que, en Castilla y León, amparaba una superficie de 1.315.623ha, distribuida en 2.712 montes, auténtica red de áreas protegidas que cuenta ya con más de un siglo de vida. La actual superficie regional catalogada de utilidad pública asciende a 1.882.570ha en 3.526 montes, es la mayor de España y representa más de un tercio de la superficie forestal de Castilla y León.

La labor de los forestales del XIX no queda ahí, sino que convierten esta superficie pública en un laboratorio privilegiado para sus experiencias. Así la Escuela de Prácticas de Ingenieros Forestales, la única de España, se establece a mediados de siglo en la dehesa de la Garganta, El Espinar (Segovia). Desde allí, los forestales abordan, antes de finalizar la centuria, la ordenación de montes tan emblemáticos como los pinares de Valsaín y Navafría o los montes de El Espinar, estableciendo las bases para un aprovechamiento sostenible de sus recursos, y con más de cien años de existencia ha permitido que bosques excepcionales lleguen a nuestros días en un envidiable estado de conservación.


Esta labor de protección y reconocimiento culminaría en 1930, con la declaración como Sitio de Interés Nacional del segoviano pinar de La Acebeda. Poco a poco van cambiando las ideas ligadas a la conservación de áreas protegidas. En España, la inclusión en la Ley de Montes de 1957 de lo relativo a los parques nacionales supuso un cierto impulso a nuevas declaraciones y, tal vez, dotó al concepto de conservación de una mayor coherencia ecológica. Con posterioridad, la Ley 15/1975 de Espacios Naturales Protegidos recogía en su articulado tres nuevas figuras de protección de espacios, además de la de parque nacional. En este proceso destacará el año 1979 cuando el ICONA (Instituto para Conservación de la Naturaleza) presenta su Inventario Abierto de Espacios Naturales de Protección Especial, donde se incluye un amplio abanico de lugares “que forman el rico patrimonio natural del país y de sus habitantes”. En él aparecen 83 enclaves de Castilla y León, de los 633 inventariados para toda España. Fruto de estos trabajos es la declaración de los primeros parques naturales en la comunidad, el Lago de Sanabria y alrededores (Zamora) en 1978 y el Cañón del río Lobos (Soria) en 1985.